En Noviembre estuve en la inauguración del taller internacional “Inteligencia Colectiva para la Democracia” en Medialab Prado [reseña], y allí pude disfrutar de una interesante entrevista por video-conferencia desde Ottawa con uno de los padres de la Inteligencia Colectiva, el filósofo y sociólogo tunecino Pierre Lévy, del que ya hablé largamente en este post sobre el metalenguaje IEML. No tuve tiempo en aquel momento para hacer la crónica, ni voy a transcribir aquí todo lo que dijo, pero me voy a aprovechar de una pregunta que le hicieron, y de la respuesta que dio, para agitar un tema que me viene rondando la cabeza hace tiempo.
Le preguntaron a Lévy si creía que era útil y conveniente crear nuevos canales digitales e independientes para impulsar la conversación en torno a la democracia deliberativa y así evitar plataformas comerciales como Facebook o Twitter, etc. Esto se planteaba en el contexto de generar espacios de deliberación a gran escala en favor de una democracia de más calidad, así que se hablaba de nuevos canales con capacidad de tener un impacto colectivo real.
Este es un dilema con sustancia que siempre aflora cada vez que alguien propone crear un nuevo dispositivo conversacional para huir de la contaminación que producen las herramientas (comerciales) de uso masivo, y por eso me parece tan oportuno de tratar en un post. Incluso diría que el dilema que planteo aquí en términos de transformación política es perfectamente extrapolable al ámbito de las decisiones empresariales.
Pierre Lévy respondió que “no es un buen enfoque” crear nuevas plataformas, sino que es mejor utilizar las que hay y tienen éxito tipo Facebook, Twitter, etc. Para él lo más importante “no es empezar creando nuevas plataformas, sino interactuar allí donde las personas realmente están”. Por ejemplo, decía, “el uso del hashtag en Twitter es algo sencillo y puede ser muy eficaz si la gente lo utiliza bien”.
Alguien le cuestionó si no creía que el enorme poder de esas corporaciones, su influencia y sus problemas de seguridad, podían ser razones suficientes para querer buscar alternativas independientes; y Lévy replicó que los servicios secretos también van a poder entrar en esas plataformas alternativas si quieren, insistiendo que lo más importante es ir a donde está la mayoría de la gente: “ir a plataformas alternativas no es una manera con la que puedes ampliar la democracia”. Añadió que con las herramientas digitales para la democracia ocurre lo mismo que con las herramientas para la educación: que aporten o no a la democracia (o a la educación) depende de cómo las usemos, concluyendo que: “la democracia no es algo que esté incrustado en la tecnología”.
No estoy tan de acuerdo con esta última idea de Lévy, que aprovecho para comentar antes de volver al asunto principal. Es cierto que el impacto de cualquier herramienta digital depende de cómo se use, pero es ingenuo pensar que son totalmente imparciales desde el punto de vista ético o ideológico. Ya hablé largamente de esto en la reseña que hice de mi visita al Critical Making Lab de la Universidad de Toronto. La tecnología puede embeber, por diseño, determinados modelos culturales o pautas de interacción que no son en absoluto neutrales. Sin ir muy lejos, ahora estoy probando varias herramientas digitales concebidas para la deliberación colectiva y es evidente que según las especificaciones de diseño que eligen, unas promueven dinámicas participativas más saludables y de más calidad que otras. Eso quiere decir que las plantillas o “moldes” que usan para ordenar los flujos de conversación definen límites muy dispares a la hora de liberar el potencial democrático del grupo que las utilicen.
Así que conviene reconocer que redes sociales de uso masivo como Facebook o Twitter están concebidas sobre todo para generar beneficios y eso significa que si las usamos, nunca nos permitirán una verdadera autonomía y que estaremos condicionados por las normas que ponga el dueño del campo de juego. También que estas redes sociales contaminan de algún modo la conversación aplicando algoritmos propietarios y nada transparentes, entre otros peligros. Por lo tanto, seamos sinceros: difícilmente vamos a poder “apropiarnos” de ellas, pero sí que podremos usarlas, aprovecharlas, todo lo que nos dejen… y deberíamos hacerlo
Yo también intuyo, en contra de la opinión más purista, que la constante huida hacia nuevos dispositivos más perfectos contribuye a que nunca consigamos reunir una masa crítica de participantes con capacidad de influencia. Las nuevas herramientas que creamos tienden a ser más sofisticadas y lo que es peor, les cuesta un horror generar efectos de red suficientes para convertirse en comunidades con impacto. Al final corren el riesgo de convertirse en burbujas de frikis y élites intelectuales, oligarquías del saber, donde se disfrutan de condiciones ideales para la conversación (a menudo más enmarañadas que en los Facebook y Twitter), pero aisladas de lo que se cuece en la vida real.
Lo que quiero decir, y parece sugerir Pierre Lévy, es que siendo conscientes de los inconvenientes y riesgos que implica depender de herramientas como Facebook, Twitter, Instagram, Youtube y otras; al final la decisión es una cuestión de tradeoff, o sea, no lo puedes tener todo, no existe la solución perfecta, así que tienes que sacrificar algo. Reconociendo los defectos de esas redes sociales mogollónicas, los beneficios de estar ahí son mayores (que los costes) si queremos participar en la “gran” conversación, y ahí dejo algunas ventajas:
1.- Están perfectamente integradas en el flujo conversacional natural de las personas, así que llegar a ellas es sólo una cuestión de clic. Forma parte de sus vidas [ya sabemos lo que cuesta, por propia experiencia, que la gente salga de sus canales habituales para conectarse con dispositivos externos que exigen hacer cosas extra].
2.- Allí está la mayoría de la gente, un día sí y otro también. Si uno actúa ahí, tiene acceso a un montón de personas, a las que se les puede hacer llegar cualquier mensaje con relativa facilidad, sobre todo si se consigue algún efecto viral [ya sabemos lo que cuesta comunicarse con muchas personas desde canales desconocidos].
3.- Son herramientas relativamente sencillas, que se aprenden rápido por contagio y recomendación. No hay que hacer un esfuerzo adicional para mostrarlas, ni enseñar su uso. Una vez que la gente desarrolla rutinas, se gestionan solas [ya sabemos lo caro que es asumir los costes de aprendizaje de un nuevo dispositivo si no hay una lógica P2P que lo abarate]
4.- Son espacios diseñados para la conversación global, muy aptos para la interconexión trasnacional, y eso añade dinámicas de aprendizaje y de solidaridad muy interesantes a los procesos de deliberación colectiva [en un momento que la democracia se juega más allá de las fronteras nacionales]
Por todo eso, estar en Facebook, Twitter y otras herramientas digitales de uso masivo es lo más parecido que ofrece lo digital a “estar en la calle”, en la cotidianeidad de la gente, que es donde realmente se labran los cambios. Hay un parte muy vigorosa de la democracia que está en el espacio público, en las redes sociales. Si no se echa la batalla allí, entonces es un espacio que se está cediendo, y no estamos para esos lujos. Pierre Lévy explicaba así el tradeoff que comentaba antes:
“Reconozco que la situación no es una situación idílica, que deberíamos tener redes sociales con algoritmos abiertos, tal vez las tengamos en el futuro, pero la realidad es que la inmensa mayoría de las personas están en esas redes, y deberíamos trabajar con personas allí donde están. Tendríamos que educar su pensamiento crítico allí donde están. Si vamos a comunidades cerradas donde todo es perfecto, no es así como vamos a resolver los grandes desafíos del mundo”.
Aclaro. Todo esto no significa en absoluto que sea una mala idea crear y usar, además de los Facebook y Cía., otras herramientas en paralelo para canalizar conversaciones más selectivas, de otra naturaleza. Por ejemplo, para fomentar estrategias comunitarias a pequeña escala, con personas que uno conoce. Tampoco hay que subestimar la importancia de crear dispositivos para gestionar acciones específicas, dinámicas singulares, que no permiten las herramientas genéricas como las que vengo mencionando. Pero si se busca impacto a gran escala, con poder transformacional, hay que estar en la “gran” conversación, o sea, hay que echar la batalla en las redes sociales de uso masivo.
Nota: La imagen del post pertenece al album de clases de periodismo en Flickr. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscribirse por mail” que aparece en la esquina superior derecha de esta página. También puedes seguirme por Twitter o visitar mi otro blog: Blog de Inteligencia Colectiva.
