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La universidad desconectada como una oportunidad (post-516)

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campus-de-universidadHace casi un año, estando de visita en Cuba, tuve una entrañable conversación con antiguos compañeros míos del Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI), la institución cubana donde hice mi carrera universitaria. En una cosa coincidimos todos, y fue que esa escuela nos había ayudado a aprender a pensar de forma ordenada y con voz propia. Allí recibimos una formación humanista e interdisciplinar, con relativamente poca especialización. Tocábamos muchos palos, algunos parecían bastante alejados de la realidad cotidiana y de los rigores profesionales para los que se suponía que me estaba preparando, o sea, la carrera diplomática en su vertiente económica. Mientras estuve ahí mi formación en Economía digamos que no fue tan buena, tuve que esforzarme mucho después, de forma autodidacta, para dominar la especialidad; sin embargo allí me abrieron a un mundo de posibilidades y sembraron unas bases sólidas para poder elegir más adelante mi propio camino.

El eje central de aquella experiencia educativa en la Habana fue enseñarme a pensar con criterio, para que esa capacidad la pudiera aplicar después a lo que quisiera. Ahora visto desde la distancia pienso que tuve mucha suerte de pasar por ese sitio, porque me abrió una ventana de seis preciosos años para alejarme del utilitarismo profesional y de las modas laborales pasajeras, regalándome la pausa necesaria para madurar, conocerme mejor y descubrir mis vocaciones. Fue una oportunidad para entender qué quería hacer con mi vida antes de comprometerme con alguna especialización. De hecho, después de salir de ahí me di cuenta que no me interesaba en absoluto la carrera diplomática, ni ser un economista al uso, sino que me atraía todo lo que ocurría en el interfaz entre ciencia, tecnología y sociedad, lo que llevó después a dedicarme a la innovación.

Esta historia personal me va a servir para compartir dos ideas que van en dirección contraria a ciertas modas de innovación disruptiva en la educación superior que están hoy tan en boga.

La primera es que la universidad tiene que estar al servicio de la experiencia laboral, de la especialización profesional y por tanto, de lo que ocurre en las empresas. Se repite machaconamente que los programas universitarios deben reenfocarse para priorizar las competencias prácticas, el Know-how y las habilidades con impacto en el día a día profesional. Es muy habitual escuchar críticas de este tipo: “La universidad vive en una burbuja que la aísla del exterior” y no le falta razón en muchos aspectos pero se equivoca en otros. Se le reprocha estar “fuera de la realidad”, pero yo pienso que esa puede ser precisamente su gran ventaja, su aportación diferencial, si se gestiona con inteligencia y se combina con estrategias complementarias.

Lo que precisamente hace distinta a la universidad de cualquier otra experiencia en la vida, y que la hace insustituible, es la oportunidad que ofrece para desarrollar competencias transversales y duraderas, aquellas habilidades que perduran en el tiempo, con independencia de los vaivenes profesionales, entre las que destaca una por encima de todas: el pensamiento crítico. Por eso conectar la universidad con el mundo profesional puede estar bien, pero desconectarla también. Ese es un valor de la educación universitaria “tradicional” que está contenido paradójicamente en las críticas que ahora se le hacen.

Yo no estoy proponiendo tomar cierta distancia “de la realidad” sino “del mundo profesional” (que equivale a decir “empresarial”) y de las “demandas-del-mercado” que no necesariamente son las necesidades de la sociedad. Tampoco estoy diciendo que eso haya que hacerlo de forma permanente, pero sí tomar distancia a menudo, para ganar en perspectiva, y esa capacidad es algo que sabe poner en valor la Academia. Ya he compartido muchas veces en esta casa mis temores por la exaltación de lo práctico, porque saberes que en principio se tachan de “inútiles”, por estar alejados de una intención práctica, terminan siendo útiles porque nos ayudan a ser mejores personas.

La experiencia cubana que conté al inicio, y lo que he vivido después, me lleva a intuir que si abordamos la carrera universitaria tan enfocados hacia el ámbito laboral y/o con objetivos educativos tan productivos o utilitarios, como recomiendan los nuevos aires de innovación disruptiva en educación superior, igual nos estamos perdiendo la única oportunidad que tenemos en la vida (y que sólo nos da el momentum universitario) de aprender y explorar sin un fin concreto.

Una vez que estos nuevos programas nos sometan a los rigores competitivos y a la sobre-estimulación de un modelo educativo que parece inspirarse (solo) en la eficacia emprendedora de Silicon Valley, ¿para cuándo dejamos el pensar por el pensar, o la búsqueda de la verdad por el puro placer de encontrarla? Por eso, insisto, no es malo en absoluto que la universidad se aleje de las modas y del ruido precipitado que proviene de las empresas, o sea, “se desconecte”, porque nunca debemos olvidar que estas se mueven siguiendo otros impulsos. William Deresiewicz, en su estupendo libro “Excellent Sheep: The miseducation of the american elite”, lo dice claro: centrarse tan pronto en aprender cosas prácticas o habilidades que demanda el mercado, puede ser nociva y contraproducente.

Mi segunda tesis se deriva de la anterior: no conviene elegir una primera carrera universitaria que sea demasiado especializada. La especialización prematura es siempre un error vital. Si tienes un hijo o hija que está pensando en qué estudios matricularse por primera vez en la universidad, invítalo a que elija estudios transversales, inter-disciplinares, donde entre en contacto con muchas perspectivas distintas. La gente ingresa hoy demasiado joven a la universidad, y entonces corre el riesgo de atarse a trayectorias de especialización en un momento en que todavía no son suficientemente maduros para saber qué quieren.

A menos que tengan la suerte de tener una vocación muy clara, sugiero que aprovechen la universidad para posponer la mirada estrecha de la especialización. Es el momento de escapar tanto del paternalismo familiar como de las exigencias de la carrera profesional para dejar espacio al autoconocimiento, la exploración sin un propósito claro y el descubrimiento. Según Deresiewicz, “la universidad es un intervalo de libertad al comienzo de la edad adulta, una pausa antes de que todo comience”. Para Andrew Delbanco: “es un momento precioso para pensar y reflexionar antes de sumergirse en la vida”, o sea, para descubrir vocaciones, pasiones, que no vienen solas, sino que exigen hacer cosas, probar cosas diversas, para ser receptivos a esas oportunidades.

Por eso estudiar alguna carrera de humanidades o ciencias sociales puede funcionar muy bien para aquellos que todavía no tienen una vocación definida, que suele ser la mayoría. Deresiewicz aporta un buen argumento: “la universidad no es el único sitio donde se puede aprender a pensar; ni es el primero, ni es el último, pero es el mejor”, así que por eso dedicar 4 años de formación superior solo a adquirir conocimientos profesionales con el único objetivo laboral puede significar un gran desperdicio vital que se termina pagando. Y que conste, no pretendo dar lecciones a nadie. Solo hablo desde mi experiencia, por si a alguien le sirve 🙂

Nota:  La imagen del post pertenece al album de luciti en Flickr. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscribirse por mail” que aparece en la esquina superior derecha de esta página. También puedes seguirme por Twitter o visitar mi otro blog: Blog de Inteligencia Colectiva.

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